Se vestía rápidamente, se calzaba las zapatillas de andar y salía de la casa, procurando no hacer ningún ruido. Sabía que él la estaba esperando en el mismo lugar de siempre. Tenían un pacto. Era el único momento del día en que podían verse sin interferencias, sin que nada ni nadie los molestase.
Era su hora mágica, su momento especial, que no querían compartir con nadie. Día tras día acudían a la cita como un ritual, y luego seguían con sus vidas, esperando ansiosos el día siguiente.
Así, cada mañana, con sus miradas puestas hacia el este, ambos esperaban el amanecer, a los rayos de sol matinal que los envolvían, ella abrazada a su rugosa piel, él protegiéndola con sus ramas.